El ojo es un órgano que detecta la luz y es la base del sentido de la vista. Su función consiste básicamente en transformar la energía lumínica en señales eléctricas que son enviadas al cerebro a través del nervio óptico.
El ojo humano funciona de forma muy similar al de la mayoría de los vertebrados y algunos moluscos; posee una lente llamada cristalino que es ajustable según la distancia, un diafragma que se llama pupila cuyo diámetro está regulado por el iris y un tejido sensible a la luz que es la retina. La luz penetra a través de la pupila, atraviesa el cristalino y se proyecta sobre la retina, donde se transforma gracias a unas células llamadas fotorreceptoras en impulsos nerviosos que son trasladados a través del nervio óptico al cerebro.
Su forma es aproximadamente esférica, mide 2,5 cm de diámetro y está lleno de un gel transparente llamado humor vítreo que rellena el espacio comprendido entre la retina y el cristalino.
En la porción anterior del ojo se encuentran dos pequeños espacios: la cámara anterior que está situada entre la córnea y el iris, y la cámara posterior que se ubica entre el iris y el cristalino. Estas cámaras están llenas de un líquido que se llama humor acuoso, cuyo nivel de presión, llamado presión intraocular, es muy importante para el correcto funcionamiento del ojo.
Para que los rayos de luz que penetran en el ojo se puedan enfocar en la retina, se deben refractar. La cantidad de refracción requerida depende de la distancia del objeto al observador. Un objeto distante requerirá menos refracción que uno más cercano. La mayor parte de la refracción ocurre en la córnea, que tiene una curvatura fija. Otra parte de la refracción requerida se da en el cristalino. El cristalino puede cambiar de forma, aumentando o disminuyendo así su capacidad de refracción. Al envejecer, el ser humano va perdiendo esta capacidad de ajustar el enfoque, deficiencia conocida como presbicia o vista cansada.